
Las Costras.
Parece que las costras no molestan pero la verdad es que se enganchan en casi todo: en la camiseta, en la toalla, al hacer la cama o al ordenar la ropa. Tocar una costra da repelús igual que cuando nos rechinan los dientes o nos dejamos picos en las uñas. Mi abuela Matilde cada poco tiempo le daba un repaso a mis rodillas y a mis codos: niña, no te las mojes que se reblandecen y ni se te ocurra rascarte ¿es que quieres tener una cicatriz para siempre? Mi abuela tenía razón: no hay costra sin cicatriz; primero dejan un hilillo de sangre y luego una marca blanca y arrugada. Y es que al final nos rascamos siempre. Nos impacientamos y sentimos curiosidad por lo que hay debajo de la mercromina. La verdad es que no sé si se puede convivir con ellas. Con las costras. A lo mejor un día el tiempo decide despegarlas de nuestra vida y las encontramos entre las sabanas, en el plato de sopa o en la piel de a quien amas. No lo sé. Yo siempre me he rascado. Es más, en aquellos años de canicas y jazmines, las guardaba como trofeos de guerra. El tesoro de la pirata.
¿Y ahora? Pues sigo teniendo costras y es una pena porque ya no se curan con mercromina. Tampoco tengo a mi abuela para que me dé un repaso ligero. Ni canicas ni jazmines. Ni tesoro de pirata. Y sin embargo, en esta última costra también me he rascado. Esta vez era obligatorio: o la costra o yo. Habría querido seguir con ella toda la vida. Me habría gustado que fuera la muerte la que la hubiera despegado de mi alma (¡qué dramática!) o el tiempo tranquilo y hacendoso pero... !me picaba tanto¡ El picor escocía y dolía y tenía forma de ladrillo. Me rasqué sin querer queriendo. Y lo hice con miedo: no sabía lo que iba a encontrar debajo. Parece que sólo había desamor. Ni me había enterado. ¡Cuánto echo de menos mi tesoro de pirata!