lunes, febrero 22


Las Costras.

Parece que las costras no molestan pero la verdad es que se enganchan en casi todo: en la camiseta, en la toalla, al hacer la cama o al ordenar la ropa. Tocar una costra da repelús igual que cuando nos rechinan los dientes o nos dejamos picos en las uñas. Mi abuela Matilde cada poco tiempo le daba un repaso a mis rodillas y a mis codos: niña, no te las mojes que se reblandecen y ni se te ocurra rascarte ¿es que quieres tener una cicatriz para siempre? Mi abuela tenía razón: no hay costra sin cicatriz; primero dejan un hilillo de sangre y luego una marca blanca y arrugada. Y es que al final nos rascamos siempre. Nos impacientamos y sentimos curiosidad por lo que hay debajo de la mercromina. La verdad es que no sé si se puede convivir con ellas. Con las costras. A lo mejor un día el tiempo decide despegarlas de nuestra vida y las encontramos entre las sabanas, en el plato de sopa o en la piel de a quien amas. No lo sé. Yo siempre me he rascado. Es más, en aquellos años de canicas y jazmines, las guardaba como trofeos de guerra. El tesoro de la pirata.
¿Y ahora? Pues sigo teniendo costras y es una pena porque ya no se curan con mercromina. Tampoco tengo a mi abuela para que me dé un repaso ligero. Ni canicas ni jazmines. Ni tesoro de pirata. Y sin embargo, en esta última costra también me he rascado. Esta vez era obligatorio: o la costra o yo. Habría querido seguir con ella toda la vida. Me habría gustado que fuera la muerte la que la hubiera despegado de mi alma (¡qué dramática!) o el tiempo tranquilo y hacendoso pero... !me picaba tanto¡ El picor escocía y dolía y tenía forma de ladrillo. Me rasqué sin querer queriendo. Y lo hice con miedo: no sabía lo que iba a encontrar debajo. Parece que sólo había desamor. Ni me había enterado. ¡Cuánto echo de menos mi tesoro de pirata!






Nubes

Llueve compulsivamente. Como si las nubes tuvieran ansiedad y angustia. Seguramente estén al borde de la depresión. Yo sólo sé que se levantan a veces con la estrella del alba y otras les llega el mediodia en la cama; luego empiezan a deambular por esos pasillos babilónicos que tiene el cielo. Aparcan los platos sucios, dejan de poner la lavadora, no tienen leche para el desayuno ni naranjas para el zumo. Pierden los ojos recordando los vientos de otras tierras, las luces de otros campos. Se olvidan de lo que es el olvido. Y entonces comienza la taquicardia y a las nubes se les acelera el corazón y el cuerpo de nube se les ahoga en un sudor frío. El estómago se les sale por la boca y un dolor denso les oprime las sienes. Sólo la lluvia compulsiva trae, a veces, la calma.

martes, febrero 16

Quiero
que tú y yo veamos la próxima glaciación,
el nuevo orden cósmico,
la revolución de las mareas...

jueves, febrero 11


De lágrimas.

Habían quedado en Bilbao. Subirían con paso tranquilo por Fuencarral hacia la vieja cafetería. Tenían esa costumbre. Caminaban muy juntas, a veces una cogía del brazo a la otra. Madrid es Madrid y se veían tan de tarde en tarde...Instintivamente buscaban el roce, la cercanía de la adhesión inquebrantable que, como un juramento pirata, seguían a pies juntillas desde la adolescencia. Esa tarde tocaba llorar. Vaya, que sí. Lo presintió cuando la vió parada cambiando alternativamente el peso y dando pataditas a...nada. Tenía los hombros hundidos en los bolsillos de la cazadora y la buscaba entre la riada de ruídos y gente sin querer impacientarse. Mujer, que estoy aquí. Tú has adelgazado? Caminaban muy juntas hacia la vieja cafetería. Ya se había fijado en los ojos acuosos y descolocadados mientras la ponía al día de las cosas cotidianas.
-Hoy me toca llorar.
-Pues llora, mujer. Primero lloras y luego hablamos.
-Ya, pero en nuestra cafetería.
Un café con leche fría en vaso. Un descafeinado de máquina. Y lloró y lloró y lloró. No decía nada, sólo lágrimas. La camarera se hizo la discreta cuando llevó los cafés. Los de la mesa de al lado se apresuraron en acabar con el croissant y la caracola de chocolate. Ella misma se tomó el descafeinado sin darse cuenta. Le quemó el alma. Demasiado caliente. Y entonces tuvo una idea.
-Oye, tú necesitas llorar, verdad?
-Síii
-Pero si seguimos aquí, se nos presentará, de un momento a otro, alguien del INE y nos hará una encuesta sobre el sufrimiento personal en España. Así es que dónde se puede llorar tranquila?
-Ni en mi casa ni en la tuya, que no estoy para cuatro paredes.
-Nada de casas, nos vamos al tanatorio.
-Tú estás...?
-Sí. Al tanatorio.
Hay que reconocer que la estética de los tanatorios actuales ha cambiado mucho. Ya no parecen mausoleos ni tampoco iglesias. También han descolgado las láminas de amaneceres saturados de color y paisajes imposibles de localizar en una guía turística. En estos tanatorios actuales hay un compromiso cultural y ahora abunda Kandinsky, Miró y hasta algún Dalí. En láminas.
Primero pasaron a la "sala de recibimiento", es decir, un montón de gente que acude a visitar a sus muertos o a los muertos de otros. No hay distinción ni recogimiento. Tampoco había muchas lágrimas. Optaron por la cafetería que curiosamente parecía el sitio más tranquilo (sin tener en cuenta el propio aposento del muerto). Se sentaron. Un café con leche fría en vaso. Un descafeinado de máquina. Y lloraba y lloraba y lloraba. Aquí nadie se sentía violento por mirar. Al contrario, cuando alguien pasaba cerca de la mesa, acariciaba sus hombros o le daban un golpecito cariñoso en la cabeza. Ninguna palabra, sólo lágrimas. La pirata amiga se limitaba a pasarle los pañuelos de papel. Y mientras le daba el penúltimo, miró a su alrededor y se quedó sorprendida: el torrente de lágrimas que tenía en frente había captado toda su atención pero ahora...Salió de la cafetería con el penúltimo pañuelo en la mano, ¿Dónde vas? Dejame el pañuelo, por lo menos...Cuando se volvió a sentar en la mesa lucía una sonrisa cómplice, con la cicatriz de pirata ladeada a lo Clark Gable...
-Oye, esto es un tanatorio, no?
-Pues claro, que no tengo los vientos tan sueltos...Si te has empeñado tú.
-Y aquí hay muertos...y la familia llora a los muertos.
-Normal.
-Pues te aseguro que la única que está llorando en este tanatorio eres tú. Y no se te ha muerto nadie.
La carcajada fue de escándalo y el último pañuelo lo emplearon en secar las lágrimas de risa.
Cuando se acabaron las lágrimas, las dos piratas se encogieron en la mesa y empezaron a hablar.
La antropóloga
La antropóloga de ojos oscuros y rasgados nos explicaba en su clase de antropología cognitiva que el conocimiento campa por sus respetos y a veces inunda de sensaciones nuestras redes neuronales. Por ejemplo, élla, la antropóloga de ojos rasgados, cuando corta una fresa siempre recuerda todos los corazones que ha partido. Y no acabó ahí; nos preguntó ¿y ustedes cómo parten las fresas?, ¿en dos trozos iguales?, ¿en cuatro...?, ¿asimétricamente...? Mientras su voz se perdía entre interrogaciones, yo veía el corazón de la antropóloga manando zumo de fresa en mitad del estrado. El aula se inundó de reflejos rojos y de un sabor de bolero dulzón. Me levanté de la tercera fila, bajé despacio las escaleras y delante de ella hice un cuenco con mis manos a la altura de su corazón: no quería que ni una gota de ese flujo espeso se perdiera. Élla me miró, asi es que usted parte las fresas en dos trozos iguales, verdad?

viernes, febrero 5

Las rentas.
Mis amigos dicen que de un tiempo a esta parte (y ya es una tira larga de meses) vivo de las rentas. ¿Las rentas? Sí, mujer, las rentas de tu brillantez, de tu alegría, del brillo de tus ojos, de la línea que marca la sonrisa, del despropósito que siempre serás. De las rentas... De tus recursos que, sin darte cuenta, merman y hacen que pierdas la mirada en puntos de fuga que ni ajustando nuestros puntos cardinales podemos encontrar.
Y me lo dijeron así; no creáis que lo he adornado. Ni un ápice. Son "místicos y trascendentes". Los miré. Sonreí procurando marcar la línea y puse todo mi esfuerzo para que saltaran chispas de mis ojos. No soy teatrera, simplemente quería tranquilizarlos.
Pues sí, a veces es un asco tener amigos que te conocen y quieren y que, cuando tú crees que te encuentras "perfectamente relajada" (mi esfuerzo me cuesta y alguna capsulita de Lexatín) te ponen la carátula del día delante de la cara y te lo vuelven del revés. Mil gracias, queridos amigos.

lunes, febrero 1

Julia se había pasado la tarde hurgando entre las viejas cajas. Había aprendido que los cuadernos y las cajas crecen proporcionalmente a los años. Se llenan de polvo y pierden las pastas, las grapas y las flores secas igual que en su momento perdimos las canicas, "El doctor Hazo" o las rodillas con mercromina. Vaya, ¿y esta foto? Pues desde luego traspapelada, piensa mientras la rescata de la caja de la universidad: "De cuando era vecina de Platón". Y sonríe. Julia y sus títulos. Nadie más vió esa sonrisa: cuántos actos íntimos se quedan colgados, solitarios en el espacio insípido y traslúcido que nos rodea¡

Mira la foto. Era ella misma con ¿dos años? Su madre siempre le había contado que era una niña arisca, "asocial como ahora, hija, si desde pequeñita pintabas lo que eres". El caso es que la habían llevado a Estudio Prieto para "tener una fotografía en condiciones" y como era de esperar la niña dió la nota. Julia la observa ( bueno, mejor se observa) con perspectiva, desde lejos, como si mirara las líneas de su mano: desde luego no parece muy alegre; sentadita en el borde de unos de esos silloncitos de plástico trenzado (casi todos rojos y verdes) se le nota dispuesta a salir de allí pitando con los zapatos de charol, el abrigo rojo (era rojo, seguro) y esa "fuente" en la cabeza tan difícil de mantener. Tengo cara de no creerme nada, ummm ya entonces dudaba de las sonrisitas y de las verdades imposibles...Llama a papá, llama a papá. Pero para qué...de sobra sabía yo que no me iba a contestar. Prieto viendo que la niña no sonreía ni se estaba quietecita, sacó el teléfono (como último recurso: no estaba en el programa; la moda de retratar a los niños con cosas cotidianas llegó después. Prieto era un clásíco). Y ahí estaban la mamá y la tía "nena, llama a papá, dile papá, ven pronto". Pues no, lo más que consiguieron es que cogiera el teléfono y las mirara con cara de decirles de qué vais. Y además poniendo morritos.
Julia coge la foto y la guarda en la caja "Regaliz y Menta". Y allí se quedó.